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Crónicas de mi aldea IV

Crónicas de mi aldea IV

Ahí viene la 17

 Gerardo Guasch era un hombre moreno, alto, de fortaleza innata,  buenos modales y educación esmerada. En la década del 10 del siglo XX su único defecto era ser pobre. A pesar de tener un oficio, el trabajo escaseaba..

  En la ciudad de Cárdenas, a unos 140 kilómetros al este de La Habana, llegó en busca de trabajo, tal vez en los muelles del puerto, y quedó prendado cuando vio por primera vez a Magdalena Altuna. Una muchacha bella, de piel muy blanca, ojos extremadamente azules, largas trenzas rubias y una sonrisa, parecida a las postales de Greta Garbo.

  Gerardo se enamoró de Magdalena y Magdalena se enamoró de Gerardo, lo único que no tuvieron en cuenta es que ella provenía de una acaudalada familia de la naciente burguesía cardenense y él no tenía un céntimo.

  Como el amor puede más y no tiene época, los jóvenes se casaron en contra de la familia Altuna que viró la espalda y la economía a la muchacha.

  Al Central España fueron a parar, porque con un poco de suerte Gerardo consiguió  trabajo como maquinista-fogonero en la locomotora, en zafra, y en el tiempo muerto, pailero, oficio ejercido durante toda su vida, culpable de la sordera que le acompañó hasta que cerró definitivamente los ojos.

  El matrimonio fue a vivir a una casita a la entrada de lo que sería luego el barrio de Reglita, una cuartería, de la cual no quedaría ni un centímetro cuando el 4 de noviembre de 2001, muchísimo tiempo después de que llegara la familia Guasch-Altuna, arrasara el poderoso huracán Michelle.

  Diez hijos nacieron de aquella unión, de ellos nueve quedaron para llevar con dignidad unidos el apellido pobre y el ilustre: María Magdalena (abuela materna de Bárbara María), Rosita, Edelmira, Gerardo, Juanita, Amelia, Marcos, Bertila y Armando.

  Los varones, siguieron la tradición del padre y fueron todos maquinistas-fogoneros de aquella locomotora número 17 que arrastraba cualquier cantidad de carros cargados de caña y que, cuando entraba en la cañera pitaba al viento como ninguna.

  Venancio Mijango y Guasch, el hijo varón de la tía Edelmira, sin proponérselo, artesano excelente, hizo una réplica de la susodicha locomotora, que recuerda la niña perfectamente encima de una mesita, cuando iba con su madre, de visita al barrio de la Pepsi Cola, en el recorrido semanal por casa de la familia.

  En las noches, Gerardito, el tío predilecto, ya jubilado de sus andanzas ferroviarias, sentado en un cómodo sillón, a la luz de un farol de patio de ferrocarril, cuando se iba la luz, contaba sus cuentos de aquel carro de vapor que circulaba por la viga de hierro, halando un tren repleto de la gramínea dulce.

  Cuando, en tiempo de zafra, repiqueteaba la sirena de las tres de la madrugada y anunciaba el cambio del turno en el central, Bárbara María se removía en su cama, muy cerca de donde pasaba el tren hacia el basculador. Antes de quedase dormida nuevamente, a lo lejos, sentía el inconfundible pito, imaginaba al bisabuelo Gerardo, a Geraldito, Marcos o Armando, como si cabalgaran en su especial Rocinante.

  La madre desde su habitación, indicaba: “duérmete niña, ya por ahí viene la 17…”

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